Al llegar marzo de 1985, y mientras continuaban las discusiones a favor y en contra de la demolición, el hotel se encontraba completamente vacío y listo para ser eliminado. A pesar de que el Congreso todavía no había aprobado el contrato, la nueva arrendataria comenzó demoliendo la fachada sur del edificio… pero a los pocos días paralizaron los trabajos por el gran revuelo que esto había generado en los medios. La firma constructora Martínez Burgos y Asociados había subcontratado a la empresa de ingeniería Cocimar para encargarse de la demolición, y esta a su vez subcontrató a Dykon, una empresa estadounidense experta en explosivos. Y así, la tarde del 13 de marzo la población se resignó a presenciar el anunciado espectáculo de una aparatosa explosión al estilo hollywoodense, ya que las autoridades alegaban que el edificio estaba tan afectado por el salitre que podría desplomarse por sí solo en cualquier momento. Sin embargo, cuando detonaron las dos mil cargas de TNT, el Jaragua apenas se movió unos pocos centímetros… la obra máxima de Guillermo González, casi intacta, resistía y parecía burlarse de aquellos que la tildaban de débil elefante blanco en peligro de colapso. Desafortunadamente, ya que no se pudo con dinamita, los planes continuaron con una muerte indigna, usando una bola de demolición y hasta golpes manuales que terminaron de desaparecerlo.