Si bien el trujillato tenía una visión para un desarrollo turístico a futuro, la realidad es que el Jaragua no era rentable. No había una clientela que costeara su mantenimiento, pero mientras Trujillo estuvo vivo, era costumbre mediática el maquillar sus datos de rentabilidad para mantener a flote los caprichos del dictador.
Para colmo, el hotel vivió una desafortunada racha de nuevos contratos y rescisión de los mismos, ya que en su mayoría prometían invertir en la planta física y desistían al enfrentar los costos. Entre 1942 y 1973 la administración del Jaragua había pasado por 12 manos distintas, tanto empresas extranjeras como locales. Con tal vaivén, ya era costumbre cerrar año tras año con números en rojo. Esta inestabilidad administrativa hizo que el inmueble no pudiera mantenerse en condiciones para competir en el mercado.